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Contaban los mutilados de la guerra -y cuentan hoy quienes conducen con el brazo fuera de la ventanilla- que, después de serles amputado un miembro por ser su salvación imposible o para evitar la extensión de la gangrena, seguían sintiendo la presencia del brazo o la pierna desgajados, a veces durante semanas, a veces durante años. Sentían que los dedos se movían. Que la extremidad faltante adoptaba una posición nueva. Que su longitud se retraía. Un brazo cercenado procura, en principio, pocas alegrías, y queda por aclarar si seguir registrando su existencia ayuda en algún sentido al paciente o es la ironía final con que la vida, en ocasiones, sube la apuesta. «El síndrome del miembro fantasma», lo bautizó alguien con bata, desentendiéndose en el acto de preguntas y flecos. ¿Ocupa el miembro fantasma espacio en la extensión fantasma? ¿Percibe también la extremidad seccionada, en la soledad de su papelera, la presencia fantasmal del cuerpo? Notar la mano que no está, ¿consiste sólo en sentir que sí o incluye las tonalidades del ocasional picor, el adormilamiento, el hormigueo de la mala postura? ¿Es el síndrome del miembro fantasma un trastorno o es una forma de nostalgia?
Lejos de tratarse de un mito u ocasional quiebro de la estadística, más de la mitad de los amputados asegura seguir sintiendo el miembro cortado como si aún permaneciera unido al cuerpo, y la mayoría refiere dolores constantes, no la evocación de la caricia o el tacto del melocotón, acaso demasiado pedestres: el síndrome elige el daño antes que el placer o la neutralidad de un vacío abocado a la adaptación (no se conoce ausencia física que el cerebro no supla con habilidades nuevas o con entradas para el circo). El factor primordial de riesgo es, por supuesto, perder un miembro, riesgo que se multiplica por el hecho de tenerlo. Así que todos somos víctimas potenciales o consumadas de su agravio, convencidos de poseer lo que una vez perdimos o lo que jamás tendremos.
La teoría trató en algún momento de explicar que el cerebro seguía recibiendo señales de los nervios seccionados, poco atentos, se deduce, a su entorno. Se demostró, sin embargo, que los nervios sabían bien lo que hacían y no enviaban más mensaje que el correspondiente a su competencia. Hasta su próximo descarte por el imparable avance de la ciencia, la doctrina actual predica que es el cerebro, a la desesperada, el que trata de interpretar los estímulos que él mismo inventa: mantiene activa el área destinada al control de, pongamos por caso, la mano diestra, área que se rebela a la orfandad y genera, por libre, las sensaciones que estima más lógicas. El porqué de su inclinación por las impresiones lacerantes sobre las gratas es misterio que compete a psicólogos y estudiosos del alma, no a simples escribidores; y mucho menos a éste, que hace de la ignorancia una disciplina deportiva. No hay forma, pues, de diagnosticar la dolencia con objetividad, y sólo la confianza en la honradez del paciente, saldada con un firme apretón de manos, le permite al médico expedir el correspondiente certificado.
No se conoce remedio para tanta añoranza, salvo, llamativamente, los analgésicos. Los analgésicos de verdad, se entiende. Y los relajantes musculares. Y la Clonidina, que alivia la presión arterial. De lo que se deduce que el miembro fantasma es, a todos los efectos, real: también el brazo fantasma importuna si es el que queda contra el colchón al abrazar por la espalda a la persona amada; y molesta, en pugna con el brazo ajeno, en la butaca del cine. Sólo la luz del sol delata la diferencia. Que la agonía de una pierna transparente se alivie con calmantes dice mucho de nosotros, y muy poco de uno mismo.
No sólo brazos y piernas renuncian al mutis discreto, también los dientes, la oreja izquierda, el ojo rechazado a destiempo por un dedo o una rama: ausencias imperfectas que recoge con celo la casuística. Como en las películas animadas de conejos razonadores, no hay fuga que el cerebro no aborte con la fuerza de una canción. Hay, claro, y a eso íbamos, novias fantasma, cargos fantasma, inteligencia fantasma, honorabilidad fantasma, sueldos fantasma y, en general, felicidad fantasma, cuya estampa se mide, como se mide un poste tronchado, por su ausencia. Los paseantes exhiben, alegres, sus muñones creyendo exhibir un saludo, o un hueco negro con la forma aproximada de una sonrisa, suponiendo una virtud visible donde sólo hay un tocón. Y pocas creencias sobreviven con mejor afán a su extirpación que las certezas fantasma, que en alianza con un cerebro perplejo tratan de evitarnos el mismo dolor que, con su optimismo, garantizan. Aferrarse al vacío con uñas y dientes abunda en la tradición humana de la supervivencia teórica, más manejable, en principio, que la práctica; como el padre que llama de nuevo Carlota a su segunda hija cuando muere la primera, un poco negándola, un poco considerándola una versión beta; o la madre que deja intacta la habitación del hijo ausente para alimentar, al menos, su eco. A nada nos aferramos con más fuerza que a la oportunidad de no cambiar: negaríamos, testarudos, nuestra propia muerte si eso nos permitiera llevar una vida plácida, silencios incómodos al margen.
Sólo hay un modo de diferenciar sin alboroto el miembro real del falso, pero pasa por abrir los ojos. Y fijarse. El método se desaconseja por extremo. A veces se inserta un electrodo y se aplica una pequeña corriente eléctrica en la médula espinal para aliviar el dolor: la ciencia ignora que el picor de un miembro fantasma sólo puede aliviarse si se rasca con otro. Así que no es buena noticia ser capaz de hacerlo sin ayuda.
Rodrigo Cortés es cineasta y escritor
Fuente: ABC